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Comentario al artículo de E. Merchán. El viejo, el demente, el loco y el negro: de la mirada patética a la mirada poética

Leonel Dozza de Mendonça 


El título de estos comentarios indica ya la importancia de los nombres que empleamos para referir los emergentes de los desechos socioculturales. Empiezo dudando, por ejemplo, si decir viejo, anciano, persona mayor o de la tercera edad, o simplemente persona. En cierta medida, tiene que ver con la cuestión del negro, al que se ha dado llamar persona de color. Sin embargo, y como bien ha señalado el humorista, el negro no es un color, sino ausencia de color; de modo que me pregunto: ¿entonces al negro habría que llamarle persona sin color?.

Con ello quiero decir que estos emergentes depositarios de los desechos socioculturales suelen oscilar entre dos posibilidades: o bien el anonimato y pérdida de identidad (“sin color”), o bien la asunción de una identidad alienante. Debido a que lo verdaderamente terrible es lo “sin color”, en gran medida el modo de existencia del individuo estará atravesado por la asunción de una identidad alienante. Es como el caso del apátrida, que ante la inexistencia de algo que le reconozca una ciudadanía hasta puede cometer un crimen: antes criminal que nada.

Por otra parte, creo que la cuestión de los nombres adquiere una importancia secundaria si se la piensa desde una serie de vicisitudes de la trama vincular. En términos cotidianos, tiene que ver con aquello de que “no molesta lo que dice, sino el tonillo con que lo dice”. Así que emplearé el término “viejo”, recordando que sobre todo en Sudamérica, el término también se emplea para referirse cariñosamente a los padres (mis viejos) y amigos. Pero me parece bien que en el artículo los autores hayan tenido el detalle de poner en primer término la palabra “persona”, y luego adjetivarla en función de su condición o de lo que le pasa: persona con demencia, etc.

Una primera vacilación surge de que nunca he trabajado con viejos (demenciados o no), sino fundamentalmente en el Acompañamiento Terapéutico de pacientes psicóticos. Empero, y más allá de las idiosincrasias intrapsíquicas de tales personajes, algunas vicisitudes de una serie de tramas especulares (socioculturales, terapéuticas, de cuidado) parece identificarles. En otros lugares (Mendoça y Tarí, 1996; y Mendoça, 1999) ya hemos indicado una serie de situaciones clínicas, rehabilitadoras y cotidianas, que reflejan al psicótico una imagen de loco-tonto o loco-niño.

En lo que al viejo se refiere, quisiera contar una anécdota que me impactó mucho, cuando en cierta ocasión acudí a un médico que tenía su consulta en un hospital. Desde la sala de espera se podía ver el pasillo del hospital, y en determinado momento una enfermera condujo a un viejo en silla de ruedas hasta una de las puertas. Empecé a sentir vergüenza ajena cuando la enfermera se puso a hablarle casi gritando, pero luego me di cuenta de que no gritaba, sino que empleaba ese tono de voz, dicción, formas de explicar, etc., que solemos emplear cuando hablamos con niños.

En un primer momento la vergüenza ajena no me permitía mirar hacia ello, pero como bien se sabe, cuando decimos que no miramos es porque estamos mirando de reojo. Y de reojo he visto a un viejo muy enfermo, algo sordo, incapacitado en su silla de ruedas y en este estado de regresión y aturdimiento que suele producirse en los enfermos. Sin embargo, fue tal el alboroto montado por la enfermera que superé mi pudor y miré, incluso porque todo el mundo ya estaba mirando. El viejo tenía muy buena cara, pero se le veía cortado y miraba algo desconcertado a la enfermera como diciendo: ¿con quién se cree que está hablando?.

De modo que haciendo uso de mi razón concluí que al viejo tan sólo le pasaba algo en las piernas. Y me sorprendió cuando en determinado momento la enfermera se acercó y dijo: “ahora usted levántese y espere aquí, que tengo que llevar la silla”. Para mi asombro, el viejo se levantó con gran vitalidad y desenvoltura. Ante mis ojos, aquel viejo-niño, enfermo e inválido, se convirtió en un viejo hermoso y con buena pinta.

Cuento esta anécdota para ilustrar un aspecto de una serie de formas de especularidad alienante, a través de la cual en nuestra condición de técnicos podemos reflejar al otro una imagen estereotipada, infantilizada y demenciada de sí mismo. Por lo que he podido observar, los viejos, en cierta medida al igual que los locos, suelen tener dificultades para desmarcarse de estas especularidades alienantes, de modo que acaban encarnando estos desechos imagénicos de los profesionales y edificando desde ellos su subjetividad e identidad.

De ahí que haya sido un verdadero escándalo cuando Camilo José Cela dijo que lo último que quería ser es uno de estos viejos que van en chandal en los viajes del Imserso. Creo, y resulta evidente, que no estaba diciendo que el viejo no puede usar chandal, sino refiriéndose a estas caricaturas de la vejez derivadas de aquellas especularidades alienantes.

De modo que con acierto los autores del artículo destacan que el eje central de la tarea del acompañamiento son los vínculos afectivos entre los viejos y entre estos y los cuidadores; o, mejor dicho: la participación afectiva y conductual en los afectos y conductas del otro. Ahí es en dónde se tramitan las especularidades estructurantes que pueden conducir a otro emergente del texto: la autonomía. No menos acertado son los emergentes que derivan de éste, como son: deseo, muerte y riesgo. La ecuación podría describirse en los siguientes términos: deseo deambular, pero si deambulo puedo caer y morirme; pero, sin la deambulación de mi deseo, qué hay de vida.

Aquí, resulta interesante pensar el rol de acompañante como siendo la encarnación actualizada de Sancho Panza en sus andaduras con el a veces antisocial Don Quijote. Sancho Panza no era un técnico, y desde su simplicidad cotidiana que mezcla cierta dosis de genialidad y torpeza, viabiliza la deambulación del Quijote. Lo hace asumiendo riesgos, pero también brindando cierto marco de seguridad. Pero, sobre todo, Sancho Panza asume riesgos de cara a sí mismo: Don Quijote apenas estaba preocupado con el riesgo de la muerte física. Para él, el verdadero riesgo mortífero era el anonimato, la parálisis de su imaginación y la no realización de su ser: éste era su riesgo fundamental de muerte, en función del cual incluso estaba dispuesto a morir.

En lo que a Sancho y el acompañante se refiere, uno de los riesgos fundamentales tiene que ver con el sentimiento de culpa. De modo que si el acompañante no puede contener y sostener este riesgo, tenderá a hacer un acompañamiento que tan sólo garantiza la seguridad. Empero, y más allá de la seguridad del viejo, importa destacar que tales prácticas garantizan sobre todo la seguridad del acompañante, en el sentido de mantener a raya los intensos sentimientos de culpa que pueden emerger si llegara a pasarle algo al viejo (atropello, etc.).

En definitiva, sólo en la medida en que el acompañante pueda asumir tales riesgos, dentro de un marco necesario de seguridad, podrá reflejar al viejo una imagen de persona autónoma. En este sentido, destacaría el pasaje en que los autores dicen que “el acompañamiento también puede producirse sin necesidad de presencia física”.

Por ejemplo: puede que por cuestiones fundamentalmente emocionales el viejo tenga miedo de salir solo a la calle, y pide que yo le acompañe a comprar el pan. Entonces le explico que en este momento estoy desatascando la tubería del baño y propongo que él vaya solo, y cuando regrese preparemos juntos la merienda. En el mejor de los casos, el viejo irá “solo” a por el pan “acompañado” por la imagen de alguien que le ve capaz de hacerlo. Es decir; que en determinadas situaciones el acompañamiento estriba en no acompañar físicamente, pero brindando imágenes que acompañan. Claro está que hay que tener en cuenta la especificidad de cada caso y situación, y también acompañar físicamente.

De todo lo planteado deriva la idea del acompañamiento en cuanto clínica del cotidiano, es decir: que tiene lugar en la cotidianeidad, sirviéndose de sus recursos y empleando formas cotidianas de relación, cuidado, tratamiento y lo que sea necesario. De ahí que, personalmente, me gusta leer que en “esta casa (Cicerón) no existen actividades específicas para la animación, la rehabilitación, diferentes a las que se derivan de la propia dinámica diaria” (creo que a Camilo José Cela también le hubiese gustado eso). En este sentido, sería un equívoco pasar por alto que el artículo enfatiza la idea de acompañamiento, sin centrar la discusión exclusivamente en la figura del acompañante.

De modo que los autores se preguntan: “¿es de interés mostrar la normalidad de la vida, cuando es tan parecida a la vida cotidiana que nosotros hacemos?”. Yo arriesgaría decir tajantemente que sí, es de interés. Porque la normalidad de la vida muchas veces la dejamos en casa antes de ir a trabajar, tal y como hemos aprendido en nuestra (de)formación profesionalizante. Empero, sobre todo las prácticas de acompañamiento y cuidado demandan una estrecha relación de atravesamiento entre técnica y cotidianeidad. Resulta muy difícil realizar esta labor y conceptualizarla, ya que la bibliografía es prácticamente inexistente.

Otro aspecto a destacar hace referencia a los “personajes” que residen en Cicerón. En términos panorámicos: seis demenciados, uno ciego, otro con ambas piernas amputadas, artrósico en silla de ruedas, ulcus gastro-duodenal con repetición y un psicótico maníaco-depresivo. Ahora bien, espero que nadie se moleste si digo que, si se mira a secas, esto se parece al culo del mundo dado vuelta. Pero no lo miremos a secas, sino desde una mirada pictórica, poética e incluso humorística.

Humorística en el sentido de que sabemos que en gran medida el humor es padre de la risa, pero también hijo de las catástrofes humanas más insoportables. Pictórica porque Dalí y Buñuel verían en ello belleza estética, surrealismo en su expresión más realista y cotidiana. Poética porque la mirada poética viabiliza una aproximación afectiva que posibilita identificarnos con estas amputaciones, psicosis, cegueras y demencias. Será el poeta quien con mayor libertad podrá construir metáforas de la existencia y decir: “mi ser demente, la ceguera de mis manos, este alma amputada”, etc. Dalí pintó tales metáforas, Buñuel las filmó, Leopoldo María Panero, el poeta loco, las escribió.

Pero no me refiero tanto a las formas más sublimes del arte. Que se lea poesía con los viejos si les apetece, pero sobre todo que se busque generar un ambiente vincular que contribuya a construir metáforas de su existencia. Creo que no me equivoco demasiado si digo que esto se relaciona con lo que dicen los autores, cuando dicen que el acompañamiento “tiene la finalidad de auxiliar al protagonista para que pueda interpretar su melodía”.

Cuando es posible construir metáforas y generar melodías, aunque disonantes y a contratiempo, entonces es posible hacer que el culo del mundo dado vuelta se convierta en un hermoso culo; de la misma forma que el “viejo destrozado” que vi en el hospital se convirtió en un viejo hermoso. Pero en este caso la enfermera, representante de la mirada médica, reflejaba al viejo una imagen de persona amputada que necesita silla de ruedas. Destacaría también que estuve a punto de alienarme en esta especularidad, al creer que el viejo estaba muy mal y le pasaba algo en las piernas. Y el verdadero problema estriba cuando se estructura toda una red de especularidades alienantes, en la que técnicos, familiares y el contexto del sujeto, le ven amputado.

La otra posibilidad, en el caso del viejo amputado de Cicerón, es brindarle unas piernas metafóricas o piernas del deseo, y también una silla de ruedas y las piernas de alguien que la haga deambular. Algo de eso pasó cuando uno de los residentes brindó una voz al deseo del otro, al entender que este último quería cortarse el pelo... o que le visitara su hijo.

Creo que, con otros términos, el artículo comentado apunta hacia estas cuestiones relacionadas con los afectos e imágenes de la mirada, y a cómo esta última estructura una serie de discursos y prácticas. En este sentido, para finalizar quisiera destacar el tipo de discurso empleado por los autores; un discurso que no se deja atrapar en los tecnicismos positivistas, sino que fundamenta la potencia del tiro de su metáfora en el deseo, las situaciones cotidianas supuestamente insignificantes, la melodía de voces e instrumentos, etc.

Empero (y espero que eso no suene demasiado panfletario), sabemos que aquellos discursos de los tecnicismos positivistas son los que reciben las mayores ayudas y subvenciones económicas. De todas formas, si es cierto que tales discursos detentan mucho poder, creo que el discurso afectivo, vincular y cotidiano empleado por los autores es mucho más potente. Por desgracia, una de las consecuencias se puede resumir con el último emergente del texto que quisiera destacar, que es: déficit.


Referencias citadas

Mendoça, L.D., 1999. Lo social es un lugar que no existe: reflexiones desde el acompañamiento terapéutico de pacientes psicóticos, INFOCOP: suplemento informativo de Papeles del Psicólogo, 72, 51-54, España.

Mendoça, L.D. y Tarí, A.G., 1996: Estrategias asistenciales para pacientes graves. Area 3, nº3, 29-40, Madrid.


Leonel Dozza es Psicólogo. Madrid


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